—¿Qué hace una chica como tú en un
sitio como éste? ―le dije en mi precario francés.
—Eso a quién le importa —respondió, girándose de primeras.
El calendario se detuvo durante semanas. Yo disfrutaba con
aquella flaca francesa como si al mundo lo contuviesen aquellos valles. Je t’aime, solté una tarde, con la mano
por detrás de su peinado asimétrico, acariciando su nuca. Ahora dime que me
quieres, rezongaba para mí. Imagino que le asusté. Déjame, susurró, y terminó
todo. Tomé el primer tren rumbo al norte, en un intento por encontrar el mío.
Juliette servía cafés junto al Saône. Al ir a pagar, advertí
que me habían robado, estaba sin documentos. Ella me ayudó y, al poco,
recorríamos Lyon de la mano. Su veneno ya estaba bajo mi piel. Pero no tardó en
abandonarme.
La mujer que yo quiero sigue esperando. Eso sí, ni ella ni
nadie, puede cambiarme.